domingo, 13 de septiembre de 2015

De la Melilla Roman. Interesantes descubrimientos arqueológicos



Publicado por Augusto Vivero en la revista África Española nº 30 el 30 de mayo de 1916.



Poco, casi nada sabíamos de la historia antigua de la urbe melillense. Su nombre árabe, Mlila, que viene del latín Melita, sólo nos habla de los abundosos enjambres de abejas que en la contornada había. Y eso es lo único que en concreto se conoce. ¿Cómo vivieron allí los romanos, sus primeros colonizadores? ¿Qué influjo ejerció en ellos su trato con los autóctonos? ¿Qué relaciones mediaron entre los hijos del pueblo más sabio en achaques de colonización y los del más refractario á dejarse colonizar? Nada se sabe. La conquista romana no ha dejado huellas visibles en la áspera tierra magrebina, y no más ahora, con los trabajos que ejecutan los franceses en la antigua Volubilis y los que los españoles han acometido en Melilla, comienza á descorrerse el velo. Pero en tanto que nuestros vecinos divulgan y enaltecen sus hallazgos y descubrimientos arqueológicos, nosotros permanecemos mudos, cual si careciera de valor la obra nuestra. ¿Será porque ésta es nacional, porque la ejecutan compatriotas nuestros?



Y, sin embargo, harto merece que se hable de ello. Para comprender su valor no hay sino fijarse en las magníficas ánforas, intactas por dicha, que enviara al Museo Arqueológico, en 1909, el ingeniero Sr. Becerra, quien las halló, con otras varias, en el Cerro de San Lorenzo, cuando se abrían las trincheras de la línea férrea. Aquel hallazgo, el primero, fue realmente magnífico. Las ánforas, de gran tamaño, son indudablemente anteriores al período de florecimiento del arte romano, y constituyen, con su largo cuello y remate en forma de enorme tulipa, ejemplares valiosísimos y no nada comunes en los Museo. Todavía están sin clasificar, y no sabemos que ninguna publicación les haya consagrado el estudio que merecen. De habérselas encontrado en tierra extranjera, al menos habríamos visto reproducciones fotográficas suyas en las principales revistas españolas.



Luego dióse en el Barrio Real con tres antiquísimas sepulturas de piedra, ovaladas. Los cadáveres, ya momificados, tenían en la muñeca macizos aretes de primitiva traza y labrados en oro puro. No se prestó atención alguna al descubrimiento y todo eso, que hubiera debido conservarse en un Museo, fue á manos de quien lo quiso. Más tarde, y como nueva advertencia, en el cerro de San Lorenzo, junto al antiguo fondeadero de las pequeñas embarcaciones que traficaban con Melilla, encontróse una curiosa caja de piedra y en su interior un cuerno de cabra labrado, que se deshizo apenas se pretendió extraerlo de allí. Nadie se dio por enterado, y la reliquia se ha perdido.


 Anforas de 1,10 metros de largo de las que cubrían las sepulturas en el desaparecido Cerro de San Lorenzo de Melilla.


Como asuntos tales no son, tampoco, de los que preocupan á nuestros estadistas, el Estado no se cuidó de ordenar se efectuasen nuevas investigaciones en el histórico cerro. Afortunadamente, un periodista, el Sr. Fernández de Castro, hizo algo de esto, por propio estímulo, y pudo percatarse de que, á flor de tierra, había en aquellos mismos parajes otros objetos de cerámica y fragmentos óseos. Franqueóse á un militar ilustre, el general Villalba, creador de la Melilla nueva, y obtuvo de él el concurso que anhelaba. Sus esfuerzos no resultaron baldíos. Removida hondamente la tierra, surgieron á la luz del día hiladas de sepulturas y en ellas descarnados esqueletos, unos intactos, otros medio reducidos á polvo. Quísose extraer alguno y se deshizo apenas pusieron en él las manos los trabajadores. Tampoco el Estado fijóse en ello. Y aquí, donde cada año se invierten dos millones de pesetas en costear conferencias ridículas y estériles viajes al extranjero, no fue posible destinar nada á la continuación de esos trabajos.



Todo puedo llevárselo la trampa, pues se dispuso que las tierras del Cerro de San Lorenzo se aplicaran al relleno de los nuevos muelles de ribera. Pero el Sr. Fernández de Castro acudió al general Arráiz, sucesor de Villalba en la presidencia de la Junta de Arbitrios, y las obras de excavación se renovaron metódica y ampliamente. El zapapico trabajó de firme en extensa zona, y al cabo mostráronse, por bajo de las anteriores, otras filas de sepulturas, situadas de Este á Oeste y perpendiculares á aquellas,  ¡Detalle curioso! Las nuevas tumbas hallábanse recubiertas por una capa de ánforas, hechas de arcilla cocida, toscas de aspecto y macizadas con arena y caparazones de caracol. Algunas mostraban borrosos caracteres; otra tenía cierto signo rojo, muy semejante á la A. Quitáronlas con cuidado, lentamente, y vióse, no sin asombro, que tales sepulturas no contenían restos humanos.



Pero acá y acullá, entre las ánforas y por bajo de ellas, parecieron objetos varios; ya eran pendientes de oro, que representaban un pato sujeto por la cabeza y la cola; ya sartas de ópalos; bien pulseras y anillos de cobre, ó enormes clavos de hierro. Aquí veíanse candiles de caprichosas formas, y platos y tazones negros, de relucientes barnices, que remedaban el brillo de algunos metales. En otro lado había jarros, de no muy gran tamaño, pero de boca desmesurada, toscos cual los otros objetos de barro y, como ellos, cubiertos con brillador barniz. Y luego, unas curiosas vasijas, que el Sr. Roda, á quien debemos estos datos, diputa semejantes á los kalpis griegos, pero que en la parte inferior tienen un alargamiento análogo al cuello, rematado en diminuto ensanche que permite ponerlas de pie, aun cuando con poquísima estabilidad.



¿Qué suponer ante dichos hallazgos? De primeras imagínase que á cada uno de los enterramientos superiores corresponde otro de los de joyas y utensilios caseros. Más pronto se desecha tal parecer. Son de épocas asaz distintas y median entre ellos muchas centurias de diferencia. Unos, los más profundos, vienen de días remotísimos y en ellos la acción de los años dejó incólume solamente lo que no era materia orgánica; los otros, más vecinos de nuestro tiempo, conservaron hasta hoy los esqueletos de los islamitas allí sepultados. Con todo convendrá esperar á que dictaminen los doctos en la materia, que, dicho sea de pasada, no revelan gran prisa en acudir á enterarse.



¿Y por qué han de mostrar mayor diligencia que el Estado, que sigue sin enterarse de tan valiosos descubrimientos?



Melilla, sin embargo, no se ha preocupado por tal displicencia. En otro sitio -y los ejemplos abundan-, se hubiera cedido al mejor postor tan insigne tesoro. La hermosa ciudad africana, amante de su pasado, creó un Museo y en él custodia lo que no ha merecido unas líneas de las grandes publicaciones peninsulares, atentas sólo á lo que de Marruecos nos viene sahumado de pólvora y envuelto en crespones de luto.

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