Publicado
por Augusto Vivero en la revista África Española nº 30 el 30 de mayo de 1916.
Poco,
casi nada sabíamos de la historia antigua de la urbe melillense. Su nombre
árabe, Mlila, que viene del latín Melita, sólo nos habla de los abundosos
enjambres de abejas que en la contornada había. Y eso es lo único que en
concreto se conoce. ¿Cómo vivieron allí los romanos, sus primeros
colonizadores? ¿Qué influjo ejerció en ellos su trato con los autóctonos? ¿Qué
relaciones mediaron entre los hijos del pueblo más sabio en achaques de
colonización y los del más refractario á dejarse colonizar? Nada se sabe. La
conquista romana no ha dejado huellas visibles en la áspera tierra magrebina, y
no más ahora, con los trabajos que ejecutan los franceses en la antigua
Volubilis y los que los españoles han acometido en Melilla, comienza á
descorrerse el velo. Pero en tanto que nuestros vecinos divulgan y enaltecen
sus hallazgos y descubrimientos arqueológicos, nosotros permanecemos mudos, cual
si careciera de valor la obra nuestra. ¿Será porque ésta es nacional, porque la
ejecutan compatriotas nuestros?
Y,
sin embargo, harto merece que se hable de ello. Para comprender su valor no hay
sino fijarse en las magníficas ánforas, intactas por dicha, que enviara al
Museo Arqueológico, en 1909, el ingeniero Sr. Becerra, quien las halló, con
otras varias, en el Cerro de San Lorenzo, cuando se abrían las trincheras de la
línea férrea. Aquel hallazgo, el primero, fue realmente magnífico. Las ánforas,
de gran tamaño, son indudablemente anteriores al período de florecimiento del
arte romano, y constituyen, con su largo cuello y remate en forma de enorme
tulipa, ejemplares valiosísimos y no nada comunes en los Museo. Todavía están
sin clasificar, y no sabemos que ninguna publicación les haya consagrado el
estudio que merecen. De habérselas encontrado en tierra extranjera, al menos
habríamos visto reproducciones fotográficas suyas en las principales revistas
españolas.
Luego
dióse en el Barrio Real con tres antiquísimas sepulturas de piedra, ovaladas.
Los cadáveres, ya momificados, tenían en la muñeca macizos aretes de primitiva traza
y labrados en oro puro. No se prestó atención alguna al descubrimiento y todo
eso, que hubiera debido conservarse en un Museo, fue á manos de quien lo quiso.
Más tarde, y como nueva advertencia, en el cerro de San Lorenzo, junto al
antiguo fondeadero de las pequeñas embarcaciones que traficaban con Melilla,
encontróse una curiosa caja de piedra y en su interior un cuerno de cabra labrado,
que se deshizo apenas se pretendió extraerlo de allí. Nadie se dio por
enterado, y la reliquia se ha perdido.
Anforas de 1,10 metros de largo de las que cubrían las sepulturas en el desaparecido Cerro de San Lorenzo de Melilla.
Como
asuntos tales no son, tampoco, de los que preocupan á nuestros estadistas, el
Estado no se cuidó de ordenar se efectuasen nuevas investigaciones en el
histórico cerro. Afortunadamente, un periodista, el Sr. Fernández de Castro,
hizo algo de esto, por propio estímulo, y pudo percatarse de que, á flor de
tierra, había en aquellos mismos parajes otros objetos de cerámica y fragmentos
óseos. Franqueóse á un militar ilustre, el general Villalba, creador de la
Melilla nueva, y obtuvo de él el concurso que anhelaba. Sus esfuerzos no
resultaron baldíos. Removida hondamente
la tierra, surgieron á la luz del día hiladas de sepulturas y en ellas descarnados esqueletos,
unos intactos,
otros medio
reducidos á polvo. Quísose extraer alguno y
se deshizo apenas pusieron en él las manos los trabajadores. Tampoco el Estado fijóse en ello. Y
aquí,
donde cada año se
invierten dos millones de pesetas en costear
conferencias ridículas y estériles viajes al extranjero, no fue
posible destinar nada á la continuación de
esos
trabajos.
Todo
puedo llevárselo la trampa, pues se dispuso que las tierras del Cerro de San
Lorenzo se aplicaran al relleno de los nuevos muelles de ribera. Pero el Sr.
Fernández de Castro acudió al general Arráiz, sucesor de Villalba en la
presidencia de la Junta de Arbitrios, y las obras de excavación se renovaron
metódica y ampliamente. El zapapico trabajó de firme en extensa zona, y al cabo
mostráronse, por bajo de las anteriores, otras filas de sepulturas, situadas de
Este á Oeste y perpendiculares á aquellas,
¡Detalle curioso! Las nuevas tumbas hallábanse recubiertas por una capa
de ánforas, hechas de arcilla cocida, toscas de aspecto y macizadas con arena y
caparazones de caracol. Algunas mostraban borrosos caracteres; otra tenía cierto
signo rojo, muy semejante á la A. Quitáronlas con cuidado, lentamente, y vióse,
no sin asombro, que tales sepulturas no contenían restos humanos.
Pero
acá y acullá, entre las ánforas y por bajo de ellas, parecieron objetos varios;
ya eran pendientes de oro, que representaban un pato sujeto por la cabeza y la
cola; ya sartas de ópalos; bien pulseras y anillos de cobre, ó enormes clavos
de hierro. Aquí veíanse candiles de caprichosas formas, y platos y tazones
negros, de relucientes barnices, que remedaban el brillo de algunos metales. En
otro lado había jarros, de no muy gran tamaño, pero de boca desmesurada, toscos
cual los otros objetos de barro y, como ellos, cubiertos con brillador barniz.
Y luego, unas curiosas vasijas, que el Sr. Roda, á quien debemos estos datos,
diputa semejantes á los kalpis griegos, pero que en la parte inferior tienen un
alargamiento análogo al cuello, rematado en diminuto ensanche que permite
ponerlas de pie, aun cuando con poquísima estabilidad.
¿Qué
suponer ante dichos hallazgos? De primeras imagínase que á cada uno de los
enterramientos superiores corresponde otro de los de joyas y utensilios caseros.
Más pronto se desecha tal parecer. Son de épocas asaz distintas y median entre
ellos muchas centurias de diferencia. Unos, los más profundos, vienen de días
remotísimos y en ellos la acción de los años dejó incólume solamente lo que no
era materia orgánica; los otros, más vecinos de nuestro tiempo, conservaron
hasta hoy los esqueletos de los islamitas allí sepultados. Con todo convendrá
esperar á que dictaminen los doctos en la materia, que, dicho sea de pasada, no
revelan gran prisa en acudir á enterarse.
¿Y
por qué han de mostrar mayor diligencia que el Estado, que sigue sin enterarse
de tan valiosos descubrimientos?
Melilla,
sin embargo, no se ha preocupado por tal displicencia. En otro sitio -y los
ejemplos abundan-, se hubiera cedido al mejor postor tan insigne tesoro. La
hermosa ciudad africana, amante de su pasado, creó un Museo y en él custodia lo
que no ha merecido unas líneas de las grandes publicaciones peninsulares,
atentas sólo á lo que de Marruecos nos viene sahumado de pólvora y envuelto en
crespones de luto.
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